Huérfano de padre y hermano

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Por Juan Sánchez Trujillo

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publícanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: Ése acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola:
"Un hombre tenía dos hijos; el menos de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y el replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Lucas, 15,20-32

Es orfandad lo que está sufriendo, en gran parte, el hombre moderno. La cultura de la increencia, de la que es víctima y actor, está haciendo huérfanos a cada vez más hombres. Cada vez son más numerosas las personas sin Dios, las personas sin Padre reconocido, arrastrando como pródigos una humanidad deficitaria y vacía. Fascinada por su mayoría de edad, parte de nuestra civilización ha llegado a concebir a Dios como algo innecesario y perjudicial. Ha llegado a pensar que en la Casa del Padre no es posible ser libre y feliz. Y por esto, a espaldas y pasando de Dios, ha querido montarse no sin razón y derecho su felicidad y sentido propios. Arrancados de la tierra paterna y vital, muchos árboles de hoy se marcharon con las raíces cortadas a vegetar sin Dios; y, aunque dieron algunos frutos por el remanente de savia, pronto de sus ramas emergieron, en vez de frutos fraternos, bombas y misiles fratricidas...

Y es que sin Padre no es posible los hermanos. Sufriendo orfandad divina, difícilmente se construye una fraternidad intensa y extensa. Y lo errado de nuestros proyectos sociales es querer tener hermanos sin Padre común, tras haber roto con la Trascendencia. Es pretender relaciones horizontales, sin dar cabida a la irrupción vertical o la emergencia íntima de la mejor fuerza fraternizadora y cohesiva, cual es la presencia del Padre familiar.

Cierto que la conducta del hermano “fiel”, descrita como la del pródigo en la parábola, de ningún modo puede devolver al hermano perdido la imagen del Padre familiarizante y fraternizador. Más bien su complejo de superioridad, su falta de sintonía con el Padre acogedor y el hermano acogido, su autocrítica farisaica de hijo bueno y fiel, serían el principal handicap, el mayor obstáculo para la vuelta del hermano fugado. Algo parecido a aquella iglesia que se autoapreciara de fiel a Cristo y que, por sus reticencias en coger al mundo increyente, se replegara en su torre sacrosanta, sin dialogar ni dejarse penetrar por los valores positivos existentes, sin duda, en la cultura de la increencia.

Y es que la negación del hermano dispar conlleva la negación de Dios; y la negación de Dios, la negación del hermano. El dispendio y derroche, efectivamente, que el gentil o el judío, el pródigo o el fiel, el incrédulo o el creyente… pueden hacer del potencial afectivo en todos subyacente, son la máxima negación de las huellas divinas que configuran a todo hombre, convertido por ello en hermano universal. Por eso mismo, el Padre se siente igualmente contrariado y desdecido por el que niega a Dios y por el que reniega del hermano. Porque nunca Dios es más Padre y feliz, que cuando los hermanos dispares confraternizan y juntos hacen fiesta.


Cristo valora el singular
Por Juan Sánchez Trujillo

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: se acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al regresar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.
Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.» Lucas l5, 1-10

Cuando el corazón es “avaro” y no se fija en lo que tiene sino en lo que le falta; cuando en él hay capacidad sólo para los singulares, cuando es padre con corazón de madre, cuando se es dios o como Dios... entonces cada hijo es cada hijo y ninguno de ellos, por muchos que sean, puede ser sustituido por otro.
Por eso, aun cuando al pastor le queden noventa y nueve ovejas que apacentar, y al ama de casa nueve monedas que poseer, y al padre le quede un hijo con quien vivir, nadie puede sustituir a nadie en un corazón paterno... La oveja perdida, la moneda extraviada, el hijo fugado para un amor paternal tienen un valor incomparable y un puesto vacío que ningún otro puede cubrir. Es como si, faltando uno, faltaran también todos.

Lo presencié en cierta ocasión. Una madre de un hijo único le decía al tercero de ocho hermanos antes de que emprendieran ambos un viaje : tened cuidado con la carretera, que yo sólo tengo un hijo y tu madre ocho. Y la madre de los ocho hijos que la escuchó, contestó como una exhalación: Sí es verdad, pero yo sólo tengo ocho unos.

Es lo que los escribas y fariseos no entendían y por lo que Cristo tal vez quiso aleccionarlos revelándoles el corazón “avaro” de Dios. Si por el fariseo y escriba hubiera sido, darían por bien perdida una oveja con tal de poder contar con las restantes. Más aún: por haberse perdido, por haberse apartado de Dios, pensarían que Dios no podía estar en ella haciéndose el encontradizo y el buscador. Como si el celo y la misericordia de Dios no sintieran la necesidad de enriquecerse con la recuperación de lo perdido, con la totalidad del rebaño, con el monedero completo, con la familia total.

Es, tal vez, lo que no comprende el empresario, el jefe de personal, el estadista, el enterrador de oficio... Para todos existe el peligro de que no cuente la persona sino el número, no el individuo sino la función, no la calidad sino la cantidad. Y es también por lo que se comprende que una madre, a quien se le muere un hijo, no pueda ser consolada diciéndole que le quedan más. Una persona es un mundo entero, y no hay cantidad humana que la pueda compensar y suplir. Esto explica que el corazón “avaro” del Buen Pastor deje en el redil a las noventa y nueve ovejas, y vaya a la búsqueda de la oveja perdida.


Evangelizar supone buscar... No esperar
Por Miguel Esparza Fernández

"En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: -Ese acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola: -Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento... Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta" (Lc 15,1-10)

A veces, tengo la impresión de que todo sucede al revés de lo que Jesús dice. Me parece que da por supuestas actitudes y reacciones, que, luego, no son tan así en nosotros. Sin duda, lo normal es lo que dice Jesús. Pero como sentimos y actuamos nosotros... es otra cosa. 

Por ejemplo, el Evangelio de hoy. Para Jesús, lo normal es que salgamos en busca de la oveja descarriada, y que no nos conformemos con las noventa y nueve que tenemos cerca. Pero, ¿ sucede así en nuestra vida? Repasemos el comportamiento de nuestras comunidades cristianas. ¿Constituyen para ellas una auténtica preocupación tantas personas que no quieren saber nada de Jesucristo, del Evangelio, de la Iglesia? Son esas que hemos dado en llamar "alejados". Cuando pregunto esto, no me refiero sólo a una preocupación "teórica" por ellos, sino a una preocupación real, que lleve a arbitrar medios y modos para que el mensaje del Evangelio los alcance. ¿O lo que vemos en cualquiera, en la mayoría al menos, de nuestras comunidades, parroquias... es el cuidado diario y total a los de dentro ("las noventa y nueve"), sin hacer nada por los demás. ¿No pensamos, incluso, (y afirmamos) que son ellos los que se han alejado, y, por consiguiente, los que tienen que volver? 

A lo mejor tenemos necesidad de revisarnos muy en serio. Hay una serie de razones que nos pueden llevar a esta conclusión. En primer lugar, porque la Iglesia es misionera. Es decir, se le ha encomendado proclamar el Evangelio a toda criatura. Por tanto, no puede quedarse tranquila si no hace todo lo posible por que todos (sean los que sean y estén donde estén) hayan tenido la posibilidad de escuchar la Buena Noticia. ¡Y esto es tan fuerte como lo de cuidar a los que ya la han escuchado y dicen haberla aceptado! Aquí no es cuestión de culpas o de malas vidas, sino de anuncio que no puede callarse ni esconderse. 

Pero es que, aunque se tratara de aquellos que, un día, se alejaron de la vida, celebración... de la Iglesia. ¿Serán ellos, sin más, los culpables? ¿No tendría la Iglesia que revisarse, por si, en algo, hubiera podido "escandalizarlos"? Esa revisión sería, muchas veces, causa de necesarias y estupendas renovaciones. Más aún. Aunque se hubieran alejado sin "culpa" de la Iglesia. ¿Es que puede una madre ampararse en la equivocación de sus hijos para negarles su amor y la posibilidad de cambio? Lo del perdón es algo tan importante en la persona y el mensaje de Jesús, que tiene que funcionar también, sin regateos, en sus discípulos y en las comunidades formadas por estos. Nunca se puede dar a nadie por perdido definitivamente. Nunca se puede negar a nadie la última posibilidad de cambio. Nunca se puede negar a nadie la acogida cordial y sincera, si en él se da el retorno. 

Ojalá y todas las comunidades cristianas y cada uno de los cristianos fueran capaces de convertirse descaradamente en evangelizadores que llevan el mensaje y la persona de Jesús a todos los rincones y a todas las personas, y no se dedicaran sólo y principalmente (cuando no exclusivamente) a cuidar de aquellos que se mantienen en los templos y en las sacristías. Ojalá y experimentaran más alegría (tanta, al menos) por cada uno que descubre y acepta a Jesús como centro de su vida, como por cada uno de los que, sin dudas ni abandonos, lo han aceptado de "toda la vida". Porque, entonces, como Jesús, no se estaría reservando el mensaje de salvación, y estaría, de verdad, cambiando el mundo.


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